Relatos para el 8M por alumnos y alumnas: Voces que empoderan

 Relatos para el 8M: Voces que empoderan

En Palabreando, taller de escritura, creemos en el poder de las palabras para transformar realidades y visibilizar historias que merecen ser contadas. Por eso, con motivo del 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, algunos de nuestros alumnos y alumnas han plasmado en sus relatos la fuerza, el coraje y la determinación de mujeres que inspiran, luchan y conquistan su propio destino.

A lo largo de estas historias, encontraréis protagonistas que rompen barreras, desafían roles impuestos y se atreven a escribir su propio camino. Desde mujeres que enfrentan la adversidad con valentía hasta aquellas que encuentran en la sororidad su mayor fortaleza, cada relato es un homenaje a la diversidad y a la resistencia femenina.

Os invitamos a sumergiros en estas narraciones llenas de emoción, reivindicación y esperanza. Cada una de ellas refleja el compromiso de nuestros escritores y escritoras con la equidad y la visibilización de las mujeres en la literatura.

Relatos escritos como ejercicios para los talleres.

¡Esperamos que disfrutéis con su lectura y que estas historias resuenen en vuestro interior tanto como en el nuestro!

Alicia Morales (de Ceuta)

Portuarias

   Por la noche el puerto adquiere un tono futurista, las miles de luces que iluminan las grúas se proyectan en el mar, el cielo adquiere todos los tonos púrpuras del crepúsculo, hay un silencio relativo. Los sonidos de las máquinas, el pitido intermitente de los toritos de carga se convierte en la banda sonora del muelle. La ciudad descansa tranquila, la vida fluye en el puerto. Triana tiene la faena de la noche, le gusta estar allí cuando muchos duermen y el calor del levante no le traspasa los poros. Si puede, se pide ese turno. Nunca fue madrugadora, perpetua insomne, prefiere manejar la carga en estas horas, así está más despierta. Hoy hay que estibar un barco enorme, va lleno de electrodomésticos a algún lugar remoto. La máquina le señala cómo distribuir el peso mientras ella maneja la grúa que carga con toneladas de lavadoras.


   No fue fácil llegar allí. Aún recuerda el día que se presentó en la oficina a entregar el currículo.

No, no, aquí no cogemos mujeres para la estiba. —Le repasaba el encargado el cuerpo de arriba abajo. —Esto es un trabajo de hombres.

¿Por qué? —preguntaba Triana—.Yo puedo hacer lo mismo que un hombre. Tengo todos los carnets, estoy preparada.

Seguro que te rompes una uña—contestó jocoso otro trabajador de allí. Los demás le secundaron las risas. — ¡Anda, eres muy joven y guapa para trabajar en esto que es cosa de tíos!

Eso que dice es anticonstitucional. —Triana no se rendía—. No es justo que no haya estibadoras, éste es el único puerto que no admite mujeres, parece que andamos en el siglo pasado.

Mira, —El encargado le mostró un folio ante las risas de los compañeros—, aquí tienes un listado de empresas que admiten mujeres: limpiadoras, secretarias, azafatas… manda tu currículo a estos sitios, aquí no tienes nada que hacer.

   Triana salió con los puños apretados, una lágrima de impotencia le corría por la mejilla. Sabía que no era la única que aguantaba estas escenas, otras compañeras habían recibido el mismo trato. Habían tenido que soportar las burlas de los hombres de aquella oficina. Habían sufrido los insultos de algunos de los trabajadores de la estiba.

¡Nos queréis quitar el pan a nuestros hijos! — les gritaba uno. —Esto no es para hembras, vosotras a lo vuestro. Sólo nos faltaba que entraran las mujeres. Seguro que se os engancha el tacón en la grúa.

¡Qué vergüenza! ¡Quitarle el trabajo a un padre de familia! —voceaba otro.

¡A fregar!¡Qué no valéis ni pa fregar!

   Triana estaba asustada, de repente el mundo portuario le pareció una enorme montaña de hielo a la que no la dejaban escalar. Llevaba en paro intermitente seis meses, salvo las veces que hacía de camarera en aquel bar de copas los fines de semana. Había entregado currículos en todos los sitios posibles. Se había matriculado a cursos intensivos sobre el manejo de maquinaria pesada, tenía una formación profesional de grado alto en mecánica de grúas, desde pequeña había visto a su padre y a sus hermanos, después, trabajar en el puerto, siempre soñó con ser portuaria como ellos. Pero nunca se le ocurrió porque en este puerto no había mujeres.

   Pero ese año la bolsa de trabajo de estibadores se había abierto y aceptaban candidaturas. Sólo que esas candidaturas no podían ser femeninas. Sintió el peso de la injusticia en las entrañas, no iba a conformarse, no podía quedarse quieta, se lo debía a las que antes habían abierto camino, se lo debía sobre todo a ella misma. Tenía mucho miedo.

   Recordó haber visto en Facebook, La plataforma de estibadoras del puerto de Algeciras, decidió conocerlas.

   La plataforma estaba formada por un grupo de mujeres que, como ella, se plantearon un día la pregunta «¿Por qué no hay estibadoras en el puerto? ¿Por qué a pesar de estar muy bien pagado no había mujeres?».

Lo único que pedimos es que nos acepten los currículos, ni siquiera hacen eso—le decía Esther con la indignación en la mirada. —El comité de empresa no nos recibe.

Se ríen de nosotras. —le explicaba Helena mientras le mostraba toda la documentación presentada—. Mira, lo hemos llevado al Parlamento Andaluz, al Defensor del Pueblo, hemos salido en las teles nacionales. Y la empresa sigue sin aceptarnos los currículos.

Mañana se los vamos a hacer llegar por burofax, así no pueden decir que no los tienen. —Esther sonreía—. Vamos a ir al puerto a manifestarnos. Allí, delante de sus jetas. No puede estar pasando esto en 2014.

   Triana se unió a ellas, crearon la asociación de estibadoras de Algeciras.

   No fue fácil, sabían que ningún avance femenino lo es, que las revoluciones que hacen las mujeres están siempre llenas de piedras, lágrimas y bofetadas. Recibieron el rechazo de algunas esposas de los estibadores, de gente de sus propias familias, recibieron amenazas, fueron calumniadas, insultadas. Pero no estaban solas.

    Se concentraron en la plaza Alta, con el grito, las pancartas y las palabras impresas en sus camisetas “El único puerto de España que no tiene mujeres”. Reivindicaban la igualdad laboral en las Instituciones Portuarias de Algeciras. Se les unieron más mujeres, mujeres que no buscaban trabajar en la estiba pero consideraban que rechazarlas era discriminatorio. Se les unieron hombres. Hombres que creían en la igualdad. Un activismo fortísimo movió los cimientos de la ciudad, de la comarca, del país. Ellas tenían la fuerza de todas, tenían la razón; estaban perdiendo el miedo y la vergüenza.

   En 2018, después de cuatro años de lucha, un día antes del 8 de marzo, la empresa portuaria les aceptó los currículos. Aunque pasaría algún tiempo antes de ser estibadoras de hecho, sabían que habían ganado la primera batalla. Tardaron un año más en entrar las veinte primeras. Triana fue una de ellas. Recuerda que lloraba como una niña abrazada a sus compañeras de lucha. Aquel día, el puerto se puso las gafas violetas, un techo de cristal se rompió, el machismo portuario comenzó a desmoronarse.


   Los graznidos de las gaviotas le advierten que amanece, unos tímidos rayos de sol aparecen por levante, Triana sabe que su turno está a punto de acabar. Le relevará un compañero que la espera a pie de grúa. Cierra los ojos, aspira el aroma del mar y sonríe.


Maribel Sánchez (de Jimena)

Las bordadoras

  Cara al sol con la camisa nueva, que tú bordaste en rojo ayer...”un himno obligado para todos los niños antes de entrar en clase. Tras sonar el timbre, entonaban este cántico frente al mural del caudillo que presidía el porche. En el patio, niños y niñas, debían formar una fila delante de cada columna. Ana y Rita iban a la misma escuela desde pequeñas; un colegio mixto con dos alas, una para los niños y otra para las niñas.

   En las clases de plástica, a ellas las ponían a bordar; a ellos, sin embargo, les enseñaban marquetería.

  La señorita Maruja, aunque les enseñaba el comportamiento de una mujer ideal, las buenas costumbres y los valores que el régimen consideraba ejemplares, tras las clases, citaba en su casa a algunas chicas de su confianza.

    — Hoy, os voy a leer un poco sobre la biografía de Clara Campoamor. — Alcanzó un ejemplar de la estantería y lo enseñó orgullosa—. Ya sabéis que estos libros están prohibidos, sólo quiero que sepáis que son historias reales de grandes heroínas.

   —Señorita Maruja, y esta mujer, ¿quién fue? —preguntó curiosa Rita.

  —Todas ellas fueron mujeres libres, audaces y rompedoras, pero Clara,  —bajó la voz y explicaba casi en susurros—, fue la primera mujer diputada en España durante la segunda república y fundó la Unión Republicana femenina.

   — Y nosotras algún día ¿seremos como esas heroínas?

  —¡Claro que sí! Nunca debéis de perder la esperanza. Ha habido muchas que han luchado por los derechos de las mujeres a lo largo de la historia.

   — ¿ Y podremos votar? —preguntó otra niña bastante interesada.

  — ¡Por supuesto! Ya la mujer votaba antes del golpe de estado de Franco, pero estos son libros secretos, que yo guardo para vosotras como tesoros.

Ana y Rita acabaron el colegio en los años sesenta. Afloraban las ideas progresistas tras la regresión de la dictadura. Pero a ellas le tenían ya su futuro programado. A Ana, siempre obediente a las costumbres inculcadas, la casaron para tener hijos y complacer a su marido. Rita, hizo lo mismo. Sin embargo, nunca se habían enamorado de ellos; Rita aceptó el matrimonio para poder vivir más libre, sin el control excesivo de sus padres. Su marido, Fermín, decían que era un buen hombre, trabajador, y guapo, pero Fermín bebía mucho y enseguida comenzaba alguna discusión, la ridiculizaba.

   —¿Eres feliz? — preguntó su amiga Rita en un tono melancólico.

   —¡Claro que sí!, tengo todo lo que una mujer puede desear: casa, hijos, dinero y marido.

   —Ya pero ¿tú lo quieres?

   —¿Cómo me preguntas eso? ¡Me casé con él! —contestó Ana con el ceño fruncido.

   —Yo también me casé con el mío, pero no lo quiero y no sé lo que hacer; ya no lo aguanto. No puedo soportar su olor a alcohol, ni sus ronquidos, y además se ha vuelto muy bruto en la intimidad —Rita tapó su boca con una mano como si temiese hablar demasiado.

   —¡Cuánto lo siento! Pero bueno al menos no estás sola como Julia, que él se fue con otra, se quedó sin un duro, y con cuatro hijos que alimentar; al final se tuvo que ir la pobre de sirvienta con los señoritos.

   — Pues prefiero servirle a los señoritos antes que a él porque los señores te pagan al menos.

Para Ana, esa conversación sembró la duda en su cabeza, fue como una chispa de rebeldía que comenzó a encenderse, y le sirvió para abrir los ojos. Se dio cuenta que tenía un marido que lo único que quería era una criada en la casa y un pedazo de carne con el que desfogarse por las noches. No era cariñoso; sus celos iban en aumento, coqueteaba con otras mujeres y las discusiones eran diarias. A veces los niños, al escuchar las voces y los golpes en la mesa, se escondían aterrados bajo la cama.

Pasaban los días y Ana no paraba de darle vueltas a la cabeza. En una de sus conversaciones recordaron la escuela cuando bordaban juntas en clase.

   —¡Quien me iba a decir a mi! ¡Tantas novelas de Corín Tellado como hemos leído! ¡Tantos sueños sobre el matrimonio que imaginamos! —Suspiró Rita resignada.

   —Sí y fueron felices y comieron perdices, pero yo aún no he sentido en mi estómago esas mariposas que dicen, ni siquiera en las noches que ha sido dulce conmigo —Se quejó Ana.

   —Te voy a contar algo pero no puedes decírselo a nadie —susurró con misterio Rita. Ana dejó de coser y la escucho atenta—¿Me lo juras?

   —Te lo juro por mis niños. —Le siguió un silencio expectante.

   —El otro día mi marido, en un arranque de los suyos, me empujó delante de mis hijos, y al verme en el suelo, me dio patadas en el estómago, luego me dijo que me fuera que no me quería volver a ver. Como pude me levanté, me enderecé y limpié la sangre del labio, y luego me fui a casa de mis padres con mis niños. ¿¡Y sabes que me dijo mi padre!? Que me volviera para mi casa que algo habría hecho yo, que un hombre tan bueno no me iba a pegar por nada.

   —¿Y tu madre? —preguntó Ana con los ojos desorbitados.

   —Mi madre me apartó a solas, me dijo que al hombre le debemos obediencia, que debe creer que él es el más listo, el que lleva la razón y creerse que es el mejor, y que una mujer lista sabe sacarle partido porque al hombre es muy fácil tenerlo contento.

   — ¡Dios mío! ¿ Y qué hiciste?

   —Le hice caso a mi madre, le pedí perdón, le dije que era el mejor hombre que una mujer podía tener y él me perdonó a regañadientes y me dejó quedarme.

   — ¿Y piensas seguir así?

   —No, tengo un plan. Si tu quieres, puedes venirte conmigo y con tus dos hijos. Tengo un dinero ahorrado; hace tiempo que cojo del cajón del bar y ya tengo para alquilar una casa y poner un negocio. Las dos bordamos muy bien, tenemos máquinas de coser y podemos ganarnos la vida en otro pueblo. Los niños pueden estar con nosotras porque trabajaremos en casa, o también podemos montar un taller para hacer arreglos, vender tejidos, cosas de mercería y hacer ropa de mujer...

   —¡Sí, claro! Ya puestas a soñar… también podíamos montar unos almacenes y hacerle la competencia a Galerías Preciados —bromeó Ana

   —¡Hablo en serio!

   —¿Tanto dinero tienes para eso?

   —Llevo toda la vida en el bar, ya hace mucho que cada día cojo mi parte, la mitad de lo que se hace. Al fin he comprendido a mi madre; es fácil engañar a un hombre que se cree tan listo. Ana no sabía si lo que movía a su amiga era valor, inconsciencia o miedo, pero empezó a planteárselo. Ella también tenía ahorros escondidos y eran mujeres capaces, valientes y decididas.

Después de organizar hasta el más mínimo detalle, sin decirles nada a nadie, fueron a otra ciudad e intentaron alquilar una casa que tenía un local debajo, pero en aquellos años la mujer no podía tener una cuenta bancaria, ni comprar o vender, ni siquiera tener un pasaporte sin el permiso del cabeza de familia. Tuvieron que mentir para poder convivir dos mujeres solas sin ningún familiar masculino que la autorizase a montar un negocio.

   —Yo lo siento mucho, pero no puedo alquilar el local y la casa sin la firma ni el aval de un hombre.

   — Y, ¿cómo lo hacemos si somos dos primas viudas y con niños pequeños?

   —Bueno, yo necesito alquilarlo todo entero, tengo una idea. Voy a hablar con un amigo mío y ya os aviso con los documentos para firmarlos.

   —¿Qué clases de documentos? No tenemos dinero para abogados.

   —No, yo sólo había pensado en un socio que pusiera un poco de dinero y constara como avalista para el alquiler, montar el negocio, para las cuentas del banco y esas cosas.

El dueño de la casa localizó a un prestamista que avalaba compras y alquileres ilícitos. Con él hicieron un contrato en el que este señor contribuía con un tercio del total. De esta forma constaba un hombre como socio en el negocio, además necesitaban ese dinero para empezar, comprar género, pagar el alquiler...

Cuando firmaron los documentos y recibieron el dinero, se llevaron sus pertenencias. Ana dejó escrita una carta a su marido sin decir su nueva dirección y se fue sin despedirse. Rita, sin embargo, esperó a su esposo tras los vidrios empañados. Se sentía muy nerviosa, no sabía como llegaría de irritable. Al escuchar la puerta se apresuró con la maleta. El taxi ya la esperaba con Ana y los niños dentro.

   — Me voy del pueblo, ya no puedo vivir más tiempo contigo.

   —¡No me digas! —Rio con sarcasmo.—¡No vayas a volver como la última vez!

   — Tranquilo, que ya no vuelvo. Sólo quería que lo supieras.

   —No me dejes al mocoso aquí, ese te lo llevas —gritó con los ojos brillantes de rabia.

   —No te preocupes que se viene conmigo —dijo con una calma inexplicable.

Salió con la cabeza alta, el anhelo se reflejaba en la mirada. Sujetó una maleta donde había depositado ilusiones y una nueva vida. Lo dejó tras de sí, con el bar y sus borracheras, con sus empujones y amenazas, con sus bofetadas visibles e invisibles…

    Ya en la nueva ciudad, las dos mujeres, inmunes al desaliento, limpiaron y acomodaron su nuevo hogar, luego se recorrieron la ciudad con unas octavillas donde se ofrecían como bordadoras. Era costumbre marcar los pañuelos, labrar las iniciales, los bolsillos y cuellos de las camisas de hombre, el ajuar de las novias...Ganaban suficiente dinero y poco a poco le pagaron al prestamista.

    Todo se torció cuando el director del colegio llamó a Ana para hablarle sobre su hijo. Ella pensó que era algo grave y se fue con rapidez. Tocó en el despacho nerviosa.

   —Pase. Espero que las dudas se aclaren y terminemos con este mal entendido.

   —Pues, usted dirá. ¿Es que ha hecho algo mi niño?

   — No, tan solo está confundido creo yo. Verá usted, es algo embarazoso para mí. —titubeó. —Es que al hacer un ejercicio en clase sobre las profesiones de los padres, él ha contestado que no sabe a qué se dedica su padre, que no lo conoce.

   —Verá usted el niño... —interrumpió Ana

   —¡Déjeme acabar! —prosiguió enérgico— Al preguntarle que si tiene padre, el dijo que tiene un padre y dos madres.

   —¡Claro! Porque como el hijo de mi compañera le dicen a ella mamá, pues los míos también, al padre no lo ve porque estamos separados.

   — Pero al decir compañera, ¿Qué quiere decir?, porque si es que son libertinas, usted me entiende, eso es una aberración y un mal ejemplo para los niños.

   Ana, muy alterada, convenció como pudo al director, le explicó que se ganaban la vida con la costura. Cada una tenía sus hijos, pero salía más rentable vivir en la misma casa ya que eran socias en el negocio. Poco a poco las habladurías en el pueblo se extendieron y los clientes masculinos dejaron de ir.

   Pasaron una mala racha económica y fueron víctimas de toda clase de calumnias.

   —Tenemos que buscar un trabajo que no dependa de esta gente. No tenemos para comer —dijo Rita con tristeza.

   —Podemos ir al prestamista otra vez.

   —¡Calla! interrumpió Rita, ahora que ya nos hemos librado de él.

   —Es que se han disparado las habladurías desde que me llamó el director; yo digo en la carnicería que somos primas y viudas, pero es que no se lo creen. No quiero que a los niños le digan en la escuela cualquier barbaridad.

   —No te preocupes, vamos a visitar la fábrica de camisas bordadas, aquí hay mujeres que trabajan para ellos en sus casas, les traen las piezas cortadas y se las llevan acabadas.

   Rita y Ana fueron decididas a la fábrica de camisas con algunas muestras de lo que hacían. Entraron por una puerta metálica, dentro de la gran nave, se disponían en filas muchas mujeres que trabajaban en cadena, encima de cada máquina tenían una luz y cada una hacía una parte de la prenda. En la entrada se desplegaba una gran mesa de patronaje con un carro extensor de tejido. Cuando todo estaba preparado y dibujado sobre la mesa, una mujer con un guante de hierro en la mano izquierda y un instrumento con una larga cuchilla, en la derecha, cortaba miles de piezas a la vez. Las dos mujeres estaban alucinadas, nunca habían visto tal perfección en el corte.

   — Usted perdone ¿Qué cacharro es ese? —preguntó Ana con curiosidad.

   —Es una cortadora vertical.

   —¿Y ese guante de malla?

   — Es mi seguro de vida, son muchos los dedos que se han quedado en la mesa de corte, este chisme no entiende si es carne o tela.—Rio y encendió aquel artilugio eléctrico que rugió con un ruido ensordecedor.

   Hablaron con la gerente y les enseñaron sus trabajos. La encargada vio apropiado llevarle a su domicilio dos máquinas industriales. Les llevaban el material cada semana. Venía toda la tarea contada con el número escrito en cada paquete y cobraban según la cantidad que entregaban. Se sentían radiantes. Les encantaba ese trabajo y desde casa podían cuidar de sus hijos. Algunas piezas venían dibujadas para bordarlas a mano y ese era un momento que les gustaba porque se llevaban sus bastidores al patio y bordaban al aire libre.

   Comenzaron a dar clases de bordado para las más jóvenes. Los fines de semana, hacían reuniones clandestinas. El taller se convirtió en una especie de escuela para chicas que tenían aspiraciones y querían aprender la historia que no se estudiaba en los colegios. Las mismas historias que la señorita Maruja les enseñó a hurtadillas.

   Ellas hablaban sobre mujeres invisibles, a la sombra del varón, les contaban historias de mujeres libres, anarquistas que sentaron la base del feminismo moderno. Las primeras que lucharon por el voto, el derecho a la educación y a la libertad sexual. En una de las charlas les hablaron de las “sinsombreros” que tuvieron la valentía de quitarse el tocado y el corsé y fueron apedreadas por ello.

   Entre los bastidores, bordados y charlas, ellas les hablaban de Emilia Pardo Bazán, la primera catedrática de nuestro país, de María Zambrano y otras muchas.

   — ¿Sabéis que Concepción Arenal, tuvo que vestirse de hombre para asistir a las clases de derecho? — expuso Ana para llamar la atención de las chicas.

   —Pues a mi hoy me gustaría hablar de Clara Campoamor —intervino Rita — abogada, escritora, política y defensora de los derechos femeninos españoles. El hecho de que las mujeres pudieran votar en España antes de Franco, fue gracias a ella, también luchó por el divorcio y por la derogación del artículo que permitía al marido matar a su esposa en casos de adulterio.

   —¿Matarla así por las buenas? —preguntó estupefacta una de las chicas.

   —Yo quiero ser periodista y corresponsal de guerra como Carmen de Burgos.

   —¿Por qué no hacemos una protesta para luchar por el divorcio? —dijo otra mujer.

   —¿ Y qué te dirá tu marido si se entera?—preguntó Rita.

   —Eso es lo que él quiere divorciarse de mí y yo de él —Rieron todas.

   Aquellas reuniones dio lugar a la asociación de mujeres “ Las bordadoras”. Todas eran mujeres fuertes, rebeldes y reivindicativas que más tarde se rebelarían contra el sistema.

   Al poco tiempo en la constitución de 1978, se especificaba la no discriminación por razones de raza, sexo o religión. Luego se aprobó la ley del divorcio en 1981, pero los fantasmas de la represión franquista andarían durante muchos años escondidos en las alcobas, en los colegios, y en la política.

   Tanto Ana como Rita cada vez se sentían más a gusto juntas; la admiración era mutua. Sus miradas, cada vez más cómplices, sus abrazos cada vez más largos, y sus besos cada vez más cerca de la comisura... hizo que, sin mediar palabra, cambiaran sus colchones individuales por una cama de matrimonio.

Si el día se presentaba templado, bordaban a mano en el patio y se atrevían a regalarse alguna caricia furtiva. Se miraban sonrientes, ahora las dos bordaban camisas nuevas cara al sol, pero libres y felices. Mientras llegaba la libertad sexual, ellas, juntaron trozos de recuerdos y de momentos íntimos, y con ellos, construyeron un refugio para albergar su secreto.


Mar Navarro (de Estepona)

Un sueño cumplido

   Emilia desde su cama contaba sus vivencias a su hija. Admiraba su valentía y lucha por haber sobrevivido a tantas penurias.


   Nació en un pueblo de Granada, en la casa de sus padres, hace ochenta años. La asistió una matrona con la ayuda de varias mujeres. Fue una noche lluviosa del mes de mayo, el brillo de la farola se reflejaba en los cristales del balcón. Su madre, tras el alumbramiento, después de diez horas de parto, quedó afectada por una profunda depresión que nunca superó. Rechazaba a Emilia, no la miraba, no le daba el pecho, no la cogía en brazos. Las vecinas ayudaban a la mujer para que la cría no estuviera desatendida.

    Un año después. Su padre falleció en un accidente de tractor, mientras labraba el campo. Los frenos se rompieron, perdió el control y se despeñó por un terraplén. Apenas habían pasado dos meses de la terrible desgracia, cuando su madre murió a consecuencia de una neumonía. Desamparada, tras su muerte, el hermano mayor de su madre, se hizo cargo de ella. 

   José, su tío, era un hombre corpulento, calvo y de rasgos duros, su piel estaba curtida por el sol del campo, viudo y sin hijos. No le gustaban los niños pero no tuvo más remedio que acogerla, un nuez se lo impuso. Nadie le dijo cómo tenía que educar a una niña y con ella en casa, sus problemas económicos se acentuaron. Le pegaba con la zapatilla, otras veces con la correa en los muslos, solo por no responder a su llamada, o si no hacía algo como él quería. Emilia cuidaba de los animales, cerdos, gallinas, caballos, allí siempre olía mal, su pelo enmarañado y largo se impregnaba de un olor desagradable y penetrante y apenas tenían agua para ducharse. 

   —Date prisa, niña. Recoge las habitaciones y friega la cocina, —le mandaba en voz alta, a la vez que la zarandeaba del brazo—. ¡Si no te quedarás sin cena una noche más!

   A escondidas, Emilia cogía chocolate de la alacena, aquel manjar le sabía a comida de dioses.

   Realizaba trabajos que a su edad no correspondía. La llevaba al campo a recoger naranjas. No llegaba a las ramas y la obligaba a subirse en una escalera con una pequeña cesta. Lavaba la ropa en el río, sus manitas no frotaban lo suficiente sobre la tabla, y le salían rozaduras en ellas. Fregaba la vajilla subida a una silla e iba a la fuente a por agua. Era una niña de siete años, que lo único que quería era jugar con su muñeca de trapo, que ella misma se hizo con retales de tela.

   Cuando se iba a dormir, rondaban preguntas por su cabeza «¿Por qué me trata así, soy buena y obediente? ¿Quiero tener a mi mamá conmigo?»

   —¡Eres una inútil! No haces bien las tareas, pierdes el tiempo jugando con esa andrajosa y sucia muñeca. No quiero verte más, tú madre tenía que haberte cuidado, tú eres la culpable de todo lo que le ocurrió. —Sus ojos desprendían una fulminante rabia.

    Cada día la despreciaba más. La presencia de Emilia le recordaba a su hermana.  A los nueve años, su tío decidió llevarla al orfanato.

   Llegó al hospicio con una pequeña maleta y su muñeca debajo del brazo. No se separaba de ella. El miedo se reflejaba en sus pies, no paraba de moverse, su inquietud a lo desconocido le producía espasmos y se hizo pipí la primera noche.

   —Te dejo en este centro, aquí te enseñarán modales y te cuidarán—. Yo no te quiero, niña. Ya es hora de que te marches de mi vida.

   El ambiente allí era estricto, había que acatar las normas de convivencia, cumplir los horarios de comida, aseo y descanso. Debían aprender las labores del hogar como niñas que eran, coser, bordar, planchar. Emilia era observadora, se fijaba en todas y cada una de las profesoras y guardaba en su retina, cómo debía actuar. Nunca se metió en problemas y ayudaba a las nuevas niñas, que como ella, llegaban desorientadas.

   —No gritéis, hablad bajito y obedecer lo que os digan. Si seguimos juntas, todo irá bien. Yo os protegeré, estaré a vuestro lado.

    Emilia aprendió a pintar y a tocar el piano. Se hizo amiga de una maestra que daba clases de música y los fines de semana se la llevaba a su casa para practicar, con permiso del director. En esos momentos se impregnaba de felicidad. Su rostro se iluminaba de sonrisas y sus ojos se iluminaban. Se olvidaba de aquel triste lugar y disfrutaba de la compañía de esa familia. La colmaban de dulces, chucherías y caricias que tanto anhelaba.

   Las noches eran angustiosas. El corazón se le disparaba, lloraba en silencio para que no la oyeran sus compañeras, recordaba lo mal que había vivido con su tío. Y se prometía a sí misma que sería fuerte y emprendería una nueva vida en cuanto saliera de allí.

   Con dieciocho años, abandonó el orfelinato. Buscó trabajo y solo encontró de camarera. Trataba con toda clase de hombres, el alcohol los volvía agresivos e impertinentes cuando abusaban de la bebida.

   —Oye, chica, ponme otra copa, ahora un whisky sólo, —le decía un hombre gordo y baboso.

   —Mueve tu culito, nena. —Entre risotadas y mirándola de arriba abajo con los ojos desorbitados. —Desabróchate el botón de la camisa, así veremos más carne ja, ja, ja.

    Se sentía vacía y sucia. Trabajaba para pagar su pequeño apartamento. Por las mañanas asistía a clases de administrativo. Y por las tardes limpiaba oficinas. Pero no pudo terminar los estudios, porque su vida se truncó cuando se enamoró con veinte años de un hombre quince años mayor que ella.

   —Te prometo, mi princesa, que siempre estaré a tu lado. —La miraba con dulzura a los ojos a la vez que le colocaba una pulsera.

   —¡Eres tan bonita! Nunca te faltara nada a mi lado.

   —¿Me lo juras?, ¿estaremos juntos toda la vida? —le preguntaba Emilia, en su inocencia, besándolo en las mejillas.

    A los pocos meses se quedó embarazada, la alegría de ser madre la envolvió de júbilo, una euforia que nunca había sentido. Su risa permanecía en su rostro. Pero, duró poco, él la abandonó al conocer su estado.

   —No me haré cargo de ese niño, seguro que no es mío. 

    Con la mano alzada, amenazante, le replicó que no quería ataduras, que era un hombre de espíritu libre.

   Emilia lloraba desconsolada. Estuvo varios días en cama sin querer ver a nadie, ni salir, ni comer, pero unas pataditas en su abultada barriga le hizo comprender que tenía que seguir adelante, por ella, para que no le ocurriera lo que ella vivió al fallecer su madre. Comenzó a trabajar de nuevo, dejaba a Clara en la guardería y algunas tardes una vecina cuidaba de su hija y otras se la llevaba al trabajo. Su fuerza la convirtió en una mujer responsable e independiente.

   Tuvo que reinventarse. Encontró un local para abrir una papelería, la renovó poco a poco, con mucho esfuerzo y con la ayuda económica de algunas amigas. Para ello llevaba a cabo más de dos trabajos. De madrugada limpiaba apartamentos, por la mañana bloques de escaleras, y por las tardes limpiaba casas. Su hija Clara era lo primero para ella. Aunque llegaba tarde de sus trabajos, dedicaba tiempo a jugar, y a leer juntas. Vivían en su pequeño hogar, ambas compartían cama. Y eran felices.

A su hija le enseñó los valores, la tolerancia y el respeto por los demás.

    —Clara, no dejes de estudiar, para estar bien preparada y que nadie se aproveche de ti. Que no te pase lo mismo que a mí. Que seas independiente y puedas desenvolverte sola ante esta vida. Tú vales mucho. —Le decía su madre con voz pausada como si fuera un mantra.

   —No te preocupes mamá, me has enseñado todo lo que es bueno para mi y se el sacrificio que has hecho desde que nací, y nunca pierdes tu buen humor. —Te quiero, te quiero. Repetía acariciándole las manos con delicadeza a su madre.

    Sus manos callosas mostraban lo difícil que había sido su vida. Eligió sacrificarse por su hija, cuidarla y educarla, para que de mayor fuera autosuficiente. Nunca se fue de vacaciones, no salía de fiesta, ni al cine pero su niña estudió en los mejores colegios de la ciudad. Y cursó la carrera de enfermera.

Después de más de treinta años, regresó a su pueblo, pasó desapercibida por delante de José y este no la reconoció. Al escuchar hablar a una joven que preguntaba por su familia, y fijarse en su cara, se dio cuenta que se parecía a su sobrina Emilia. Ahora estaba solo, sentado en una silla de ruedas en la puerta de su casa, con el pelo blanco y un cuerpo voluminoso. Emilia se volvió y sin decir una palabra, se sentó a su lado.

   —¿Me reconoces? He vuelto para que mi hija conozca mis raíces —le dijo mirando al frente. 

   —¿Eres tú, Emilia? ¡Cuánto te eché de menos! Pero mi orgullo no me dejaba reconocerlo. Lo siento, los siento mucho. —Con lágrimas en sus pequeños ojos blanquecinos, le cogió la mano—. Fui muy injusto contigo, solo eras una niña, no merecías el trato que te di —su voz temblaba ahora como la suya cuando de pequeña le rogaba que no le pegara más.

   —Tranquilo, hace años que te perdoné, perdonándote a ti, me liberé del miedo y el rencor y pude avanzar en la vida. Esta es Clara, mi hija — le dijo con semblante serio...


Emilia se encontraba muy cansada y el deterioro de su cuerpo no le permitía andar. Sus memorias fueron escritas y publicadas en un libro por su hija Clara.

 “En homenaje a mi madre, una mujer valiente, con coraje, y querida por su bondad, a pesar de las adversidades vividas. Todas las mujeres son heroínas de nuestras vidas”.


M.ª José Delgado (de Algeciras)

 El coraje de soñar

    Noté el vaivén de las olas sobre el casco, como si el mar quisiera acunarme antes de cumplir un sueño imposible.

    —¡Buenos días, Prácticos! Les habla la capitana del Baltic Swift, les informo que nos encontramos a una milla de Punta Carnero. —Me comunico por walkie-talkie.

Un torbellino de emociones se agita en mi estómago. Observo cómo nos acercamos entre dos continentes y, con ciento ochenta y cuatro metros de eslora, me siento diminuta y vulnerable en la inmensidad del mar.

Paso los dedos sobre los galones de mi hombro y siento el peso de todo lo que he dejado atrás. Un nudo me aprieta la garganta que me impide respirar con normalidad. Me enjugo las lágrimas con disimulo, antes de que mi tripulación se dé cuenta.

—Baltic Swift, le habla Prácticos. Le indico coordenadas, nos ponemos en marcha y organizamos los remolcadores.

—Baltic Swift, recibido. —respondo a través del radioteléfono portátil.

A medida que nos adentramos, veo cómo se acerca la embarcación de practicaje. Mientras espero al capitán que me asesorará para la entrada al puerto, contemplo cada detalle de la bahía. Entre la bruma, percibo a lo lejos la playa de Getares donde paso los veranos de mi infancia.


Recuerdo aquel día en que, con la voz inocente de niña, le dije a mi padre:

   —Pááápa, de mayor quiero conducir un barco de esos.

Él se rio, me despeinó con ternura y sentenció:

Tú ere gitana, tú te tiene que buscá un hombre güeno, casarte y traé mushos niños.


El oleaje de poniente me recibe junto a una manada de delfines que saltan alrededor de la proa. Me dan la bienvenida a casa.

—Buenos días —saludo al práctico que acaba de entrar al puente de mando.

Intercambiamos información sobre calado, carga y demás características del buque y viaje, para que pueda indicarme las maniobras hasta el fondeadero designado en la bahía. Cuando el Baltic Swift fondea, me despido de él con un apretón de manos.

Me siento afortunada por haber tenido unos padres que me matricularan en el colegio, aunque muchos de mis primos no tuvieron esa oportunidad. Mis faltas eran constantes porque tenía que ayudar en el puesto del mercadillo y cuidar a mis hermanos menores. Pero yo estudiaba cuando todos dormían. No quería quedarme atrás.

Please, coordinate with the agent the provisioning, waste collection and bunkering! —ordeno al primer oficial con un acento inglés impecable.


Soraya, mi profesora, citaba a mis padres para ver mis progresos, pero ellos no solían asistir. Les bastaba con que supiera leer y escribir. Mi madre insistía en prepararme para ser una esposa de la que pudieran sentirse orgullosos cuando llegara la pedida. Yo limpiaba la casa, planchaba la ropa y cocinaba, mientras mis hermanos varones jugaban en la calle. Soraya se convirtió en mi inspiración y confidente. Ella también era gitana y tuvo que luchar contra sus tradiciones para ser profesora. A pesar de todo, conseguí graduarme de primaria y quise seguir estudiando.

Máááma, por favor, quiero ir al colegio —suplicaba entre lágrimas.

—Albita, que me a buscá una ruina, me a eshá a peleá con tu padre. —Y me pasaba la palangana con la ropa para que la tendiera.

Le prometí que la ayudaría en casa como hasta ahora y conseguí que me matriculara en secundaria. Alternaba mis estudios con la venta ambulante. Pero lo peor fue enfrentarme a ellos cuando terminé el bachillerato con cuatro menciones honorificas, quise irme a Cádiz con una beca para estudiar náutica y transporte marítimo.

—¡En el momento que zalgas por esa puerta, deja de gitana! —me advirtió mi padre.

—La gente es mala y nos va a señalar con el deo, hija. ¿Y si vienen a pedirte? ¿Qué digo? —Esa era la única preocupación de mi madre.

Pese a todo, me fui. Era mayor de edad y solo mi cultura y mi familia podían detenerme. A veces, me asaltaba la tristeza, pero nunca me arrepentí.

—No dejes de llamarme, por favó te lo pido, mucho cuidaito con lo que haces. — Me despidió mi madre en la estación de autobús. Mi padre y mis hermanos ni siquiera se levantaron del sofá a decirme adiós.

Ilustración realizada por la misma alumna

Ilustración realizada por la misma alumna

Ahora, con una taza de café en la mano, en medio del atardecer anaranjado y la brisa salada que me golpea el rostro, observo el incesante movimiento del puerto. Las grúas maniobran con los contenedores, los camiones circulan sobre el puente, mientras las gabarras se deslizan por debajo para abastecernos a los que estamos fondeados. Los buques de pasaje van y vienen de Ceuta y Tánger, y las pequeñas embarcaciones de recreo esquivan a los gigantes de acero.

Miro mi pasado como un sueño, como una película borrosa. Casi dudo de haberla vivido.

No fue fácil. Me señalaron como gitana cuando buscaba trabajo para pagar mis estudios. Pero lo conseguí y todo gracias a ti, Soraya, por estar al otro lado del teléfono cuando te necesitaba. Gracias por enseñarme que la educación y la cultura pueden ir de la mano. No juzgo a mis padres ni les reprocho nada. Tal vez se sentirían más orgullosos si me hubiera casado y tenido hijos. Pero esta es la vida que he elegido. El mar me ha dado la libertad que necesitaba. Sí, soy Alba Heredia, la primera mujer gitana capitana de un petrolero.


                                                         José Amellugo (de Tarifa)

Contra el Gigante

    Marta Urrutia había dedicado su vida al estudio del cambio climático. Era una científica reconocida, que había pasado los últimos diez años en la búsqueda de una solución para la crisis que ponía en jaque a la humanidad. Era muy conocida por su trabajo en el Centro Vasco para el Cambio Climático, de Bilbao.

    En apenas un mes debía presentar el resultado de sus estudios en la Asamblea General de la ONU. Después de cientos de experimentos había encontrado dos posibles soluciones. La primera usaba geoingeniería solar y la segunda buscaba un biocombustible a base de Hidrógeno verde. El recurso solar requería extraer materiales de pueblos remotos a los que habría que desplazar, por otro lado, la obtención del Hidrógeno era más sostenible, pero los resultados se verían a muy largo plazo. Si presentaba la segunda opción no podría cumplir con el Acuerdo de Paris que era conseguir una “neutralidad climática” para 2050.

    Los dos procedimientos parecían opuestos, y el peso de la decisión recaía solo en ella. Debía actuar rápido pero también debería proteger a las comunidades afectadas. Cada día, la incertidumbre la carcomía un poco más, a veces se olvidaba de desayunar, otras veces la hora del almuerzo se juntaba con la de la cena. Una noche, mientras revisaba datos en su laboratorio pensó: «Podría pedir opinión a mi padre, es de otro tiempo, pero la ética es su fuerte». El señor Urrutia había fundado en 1988 el Grupo de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC).

    Cruzó el puente de Róntegui hacia Baracaldo y le contó los dos procedimientos que había encontrado su grupo. En la tranquilad del porche comieron la deliciosa lasaña que recordaba de su niñez. Aunque aún usaba gasoil tanto para su Jepp como para su calefacción, confiaba en su padre. Tenía el pelo largo recogido en una cola y ostentaba un abdomen prominente desde que dejó el tabaco. La recibió con su habitual americana negra.

    —Papá, estoy tan insegura. Son dos posibilidades y ninguna me satisface —le dijo a la vez que, sentada en el sofá, miraba hacia el techo y se encogía de hombros.

    —Marta, la ciencia avanza a pasos y no a saltos. Aún tienes tiempo de asesorarte y encontrar una forma … híbrida, o, a lo mejor la primera propuesta no es tan mala. —El jubilado la abrazó contra su pecho mientras le acariciaba la nuca, antes de despedirse su camisa de lino se enganchó con el emblema añil que siempre su padre prendía de la solapa.

    Al día siguiente, regresó al laboratorio con renovada energía. Llamó a expertos de disciplinas que antes no había considerado: biólogos, sociólogos, economistas, antropólogos e ingenieros agrícolas. Juntos formaron un equipo multidisciplinario. Fue un proceso largo y arduo, pero al final lograron diseñar un sistema combinado: uno que armonizaba geoingeniería con prácticas de sostenibilidad respetuosas con las comunidades locales en lugar de dañarlas.

    A dos días de presentar la solución mixta al comité global en la sede de la ONU, de repente, recibió un mensaje anónimo en su correo electrónico. El asunto decía: "Continua solo con la solución solar ".

   Se dejó caer en la cama «¿Será posible que nadie sepa guardar un secreto?, nuestros estudios están encriptados, no entiendo cómo se filtran los documentos». Intrigada y algo alarmada se levantó y abrió el mensaje. Dentro había un archivo adjunto con datos que demostraban que uno de los elementos para obtener el Hidrógeno verde había sido ya desarrollado por una empresa privada. Según el informe, en este proceso se liberaban pequeñas cantidades de un gas tóxico, que podría causar daños irreparables.

   La mente de Marta se llenó de confusión. «¿Es real el archivo o solo es una táctica para hacerme escoger la solución menos ética?». Ella sabía que muchos investigadores de su campo afrontaban desafíos y presiones debido a intereses económicos en juego.

   El mensaje no tenía remitente, pero incluía instrucciones para verificar los datos por medio de un laboratorio independiente. Conforme las horas pasaban, Marta se notaba el estómago revuelto, no se encontraba cómoda en ningún asiento y pasaba del despacho al sofá cada diez minutos, el corazón le latía como si se hubiera tomado dos Red Bull juntos a cada rato. Resolvió enviar los datos a un laboratorio de confianza para analizarlos. Al mismo tiempo, reunió a su equipo en secreto para discutir el hallazgo. Lo que descubrieron fue aún más impactante: la tecnología no había sido diseñada, no había nada de gases tóxicos, alguien quería que solo presentaran la opción solar por algún interés.

   La mañana de la presentación, en un despacho que le prestó la ONU, en el último piso, la investigadora había decidido presentar la solución mixta. De pronto, llamaron a su puerta y entró un hombre cincuentón, de pelo blanco, vestido con chaqueta oscura y pantalón beige.

    —¡Hola, Marta! Soy quien te ha mandado el correo. —Y dibujó un cuadrado con los dedos en el aire.

   —Pero… ¿Quién es usted y qué quiere de mí? —le dijo y negó con la cabeza, a la vez que daba un golpe en la mesa.

   —Trabajo para una organización internacional que vigila las investigaciones relacionadas con la manipulación meteorológica. El cambio climático es también un negocio para muchos. Y tú podrías romper ese ciclo —le expresó el individuo a la vez que trazaba una equis con los índices ante sí.

   —Pero no me has ayudado, me hablaste de escoger la solución menos ética —Ella se llevó las manos a la cabeza.

   —Yo no soy de la parte buena. Quiero que veas este pen —El hombre depositó sobre la mesa un dispositivo de memoria de color cian—. Dentro encontrarás pruebas de que te están observando. Debéis escoger la opción solar, la extracción de los minerales para las placas es un gran negocio para algunos países poderosos.

    Marta buscaba el lugar del ordenador donde conectar el USB. Ese momento lo aprovechó el visitante para salir del despacho como había entrado, a hurtadillas. «¿Cómo pueden estar enterados de todo? Vaya, ahora que lo pienso este hombre llevaba en la solapa una insignia parecida a la de mi padre, quizás más moderna. Si él fuera el chivato, lo comprendería todo».

    —Papá, estoy en Nueva York, ya no hay vuelta atrás, en dos horas expongo.

    —Tranquilízate, hija. Tienes tanto peso que, lo que digas, no tendrá apenas discusión.

    —No es eso, me has traicionado, lo has contado todo y me ha visitado uno de tus expertos, llevaba tu misma insignia; me obligan a escoger una única solución. Muchos pueblos se verían hundidos en la miseria. ¿Te parece bien esto? Pasaría como en Goma, en el Congo, donde la extracción del coltán la ha convertido en la zona más peligrosa del planeta, después de Gaza.

    —No puedo, Martita, estoy metido hasta el cuello. ¿De dónde crees que llega gran parte del dinero de las investigaciones de tu centro? …bip, bip, bip… esto se corta, adiós y buena suerte.

Con el pendrive en la mano, de nuevo, no sabía qué hacer. «¿Y si todo esto es un montaje? ¿Y si al abrir el contenido del USB pongo mi vida en peligro?» La curiosidad era demasiado poderosa. Al conectarlo descubrió un cúmulo de documentos y vídeos que exponían cómo gobiernos y grandes corporaciones hacía años que manipulaban datos sobre el cambio climático. No solo para lucrarse, sino que también saboteaban soluciones reales. Entre los archivos encontró algo aún más perturbador: fotos y vídeos de ella misma, capturadas en momentos privados: cuando hacía footing por las mañanas, al entrar a sus clases de yoga, asomada a su terraza y ¡en los momentos en que se bañaba en la piscina de su jardín! Alguien la había espiado durante meses, incluso años.

    Se levantó y fue hacia la ventana del edificio de las Naciones Unidas. «¡Qué hago? Vaya lío en el que estoy metida, ¿me tengo que tomar esto como una amenaza?». Sentía un picor por todo el cuerpo que le subió hasta las sienes. Fijó su mirada en el puente Queensboro sobre el río Este y observó el entresijo de vigas metálicas, trataba de concentrarse en algo. El puente adquirió, de pronto, un movimiento ondulante, la vista se le nubló y tuvo que sentarse en una silla para no caer al suelo, antes arrancó la cortina de sus anclajes, al tratar de sostenerse en pie.

    Al poco rato, ya repuesta, en lugar de hundirse, en la desesperanza, Marta decidió contar todo lo que la hacía sufrir. En el ropero estaba su ropa para la presentación, un conjunto de falda azul y blusa de color marfil. Se cambió los zapatos por unas deportivas. Justo antes de comenzar la conferencia que tanto había esperado, ya en la sala, sintió el peso de la responsabilidad que suponía representar a su institución, tenía las palmas húmedas, pero en la tribuna adoptó una postura erguida y una sonrisa cálida que la hizo conectar con la audiencia. Las pausas estratégicas que escogió, le dieron la confianza que necesitaba.

    Durante la presentación, en lugar de exponer la solución híbrida como la definitiva, dijo que faltaban aún unas correcciones para hacerla viable. A continuación, reveló a la Asamblea toda la verdad sobre los peligros escondidos en las tecnologías existentes y la importancia de la transparencia científica. Explicó los tejemanejes de gobiernos e instituciones para mantener el cambio climático y lucrarse con él. No tuvo miedo de contar todos los detalles que le señaló el USB, a pesar de que, entre los asistentes, descubrió al hombre del pelo blanco que la había amedrentado.

    Tras su exposición el auditorio aplaudió su valentía y entre otras preguntas que le dirigieron, una, proponía la creación de un movimiento global que luchara contra la corrupción en materia del clima. Ella celebró esta oferta y añadió que se podría crear un organismo neutral cuyo fin fuera dar un enfoque ético y solidario, por parte de la comunidad científica, a todas y cada una de las propuestas futuras en materia del cambio climático.


                                                               Pablo Martín (de Sevilla)

Cenicienta del revés

    Hace mucho tiempo, en un país muy lejano, vivía una niña llamada Cenicienta. Su madre había muerto al poco de nacer ella, pero su padre, un hombre bueno y cariñoso, la había criado con tanto amor que la niña creció sana y feliz en su casita en medio del bosque, donde corría tras los cervatillos, jugaba al escondite con los conejos y se subía a los árboles a perseguir ardillas. Su perro Yak, un gran San Bernardo marrón y blanco, era el infatigable compañero de todas sus andanzas.

    Cenicienta, a sus 12 años, era ya más alta que casi todas las niñas y niños del pueblo. Era fácil distinguirla por su pelo rojizo y alborotado, pero lo que más llamaba la atención era su escandalosa risa y sus preciosos ojos de color violeta.

    —¡Son los ojos de tu madre! —le decía su padre. Cenicienta sonreía orgullosa y dejaba entrever sus paletas, algo más separadas de lo normal.

    Pero un día… su padre conoció a Dorinda, una mujer viuda que a su vez tenía dos hijos: Romualdo y Rigoberto. Se enamoraron y, al poco tiempo, se casaron.

    Dorinda era alta y delgada. Desde detrás, su fina silueta y su pelo castaño, recogido en un moño, le daban un aspecto adorable. Pero cuando se volvía desaparecía toda posibilidad de dulzura. Con sus finos labios siempre apretados y sus fieros ojos verdes parecía un gato a punto de saltar sobre su presa.

    A Cenicienta la vigilaba sin parar y no le gustaba que jugara con los animales del bosque o que estuviera todo el día con su fiel perro, al que ya no dejaba entrar en la casa. Sus hermanastros, malcriados y caprichosos, no paraban de molestarla.

—¡Cenicienta es un niño, Cenicienta es un niño! — gritaba Romualdo, flacucho y pálido, al que no le pegaba esa voz tan chillona.

—¡Cenicienta es un niño, Cenicienta es un niño! — repetía como su eco Rigoberto, regordete y bajito, siempre detrás de su hermano.

Cenicienta les sacaba la lengua y corría al bosque sin que ellos pudieran seguirla pues se ahogaban a la mínima carrera.

—Tienes muy mal educada a tu hija, es una salvaje —decía una y otra vez Dorinda a su marido.

—Déjala mujer, es una niña sana y le gusta la Naturaleza —respondía su padre al tiempo que meneaba la cabeza.

La vida transcurría en un frágil equilibrio en la casa del bosque. Hasta que un día, el padre de Cenicienta enfermó y pocas semanas después murió.

Ahora Cenicienta estaba sola.

Su madrastra vendió todos los animales de la granja y trataba a Cenicienta como a una criada.

         —¡A partir de ahora te encargarás de cocinar y de mantener la casa limpia! —le gritaba— no pretenderás que lo haga yo, una pobre viuda, o tus hermanos pequeños — decía poniéndose muy digna.

        —¡No es justo! —lloraba Cenicienta.

Pero nada podía hacer, así que poco a poco aceptó su nueva vida. Mientras tanto, llegó el invierno, y en el bosque todo se tiñó de blanco. Pero por fin, llegó la primavera.

      —¡De parte de su alteza real, se hace saber! —gritaban los mensajeros de palacio— ¡¡Que tendrá lugar una gran fiesta en honor del príncipe Iván, a la que están invitados todos los niños de la comarca!! 

      El príncipe regresaba a su Reino tras varios años en el extranjero y corría el rumor de que era un niño triste y sin amigos.

       —¿Habéis oído niños? ¡Vais a ir a palacio, a jugar con el príncipe! —exclamó Dorinda al escuchar la noticia.

«Pues vaya rollo» pensaba Cenicienta

Sin embargo, quiso el azar que el hijo del rey pasara, en su camino de regreso, por delante de su casa.

Iván tenía la misma edad que Cenicienta, era un poco más bajito que ella, tenía la piel muy blanca, el pelo muy negro y unos grandes ojos azules que expresaban una inmensa tristeza. A Cenicienta se le encogió el corazón, enseguida simpatizó con aquel niño. Quiso hablarle, quiso decirle que el bosque estaba lleno de juegos y de cosas maravillosas. Pero el carruaje pasó tan rápido que todo le pareció como un espejismo.

Llegó el gran día y todos los niños de la comarca se encaminaron a palacio… todos menos Cenicienta.

     —¡Recordad! —gritaba Dorinda—: Tenéis que hacer todo lo que el príncipe diga, reíros de sus cuentos y jugar a lo que él quiera. ¿Entendido? —Y miraba con sus ojos muy abiertos primero a Romualdo luego a Rigoberto.

     —Sí mamá —respondía Romualdo.

     —Sí mamá —le seguía siempre Rigoberto.

     —¿Y yo no puedo ir? —preguntó Cenicienta con voz suplicante.

     — ¿Tú a Palacio? ¡Ni lo sueñes! Te quedarás en casa a limpiar. —le gritó su madrastra.

    Y Dorinda y sus hijos partieron en su carro y dejaron atrás a Cenicienta.

    Al ver alejarse el carro, Yak se acercó, le dio un cariñoso empujón a su dueña y se sentó a su lado. Ambos se miraron con resignación.

    Y de pronto surgió del bosque una nube blanca que envolvió a la niña y a su perro. Yak empezó a ladrar nervioso y Cenicienta miraba a su alrededor asustada «¿qué está pasando?»

    —Hola —sonó una voz desde dentro de la nube.

     Cenicienta forzó su vista y al disiparse la nube vio a un hombrecillo de nariz larga, orejas puntiagudas y cara de niño.

     —¿Quién eres? —preguntó la niña.

     —¡Soy tu Hado Madrino! —dijo el hombrecillo, al tiempo que hacia una reverencia.

      —¡Ja,Ja,Ja! —reía Cenicienta. —¡no existen los hados, existen las hadas! —Le contestó.

      El Hado se irguió, se puso muy serio y cruzó los brazos

     —¿Acaso los chicos no podemos ser hadas, solo las chicas?

     —Perdona no quería decir eso —se disculpó Cenicienta. A ella tampoco le gustaba que le dijeran qué cosas podía hacer una chica y qué cosas no.

    —Eso está mejor —dijo el hado al tiempo que sonreía y flotaba en su nube.

    —¿Y qué te trae por aquí? ¡oh mi hado! —preguntó Cenicienta con guasa mientras miraba a su perro.

—wuauf, wuauf —Yak parecía preguntar también.

       El hado hizo una larga pausa, se llevó la mano derecha a la barbilla y miró a perro y niña, a niña y perro. Yak y Cenicienta también se miraron y Cenicienta se encogió de hombros divertida.

     —Está bien —sonrió el hado —si nada queréis de mi… me marcharé.

     —¡No, por favor! —imploró la niña— no quería ser maleducada. Me gustaría ir a la fiesta de palacio y conocer a ese príncipe triste —pidió Cenicienta sin ninguna esperanza de que eso pudiera realizarse.

     —¡¡Sea!! –dijo el hado.

      Para que Cenicienta pudiera ir a palacio el hado la convirtió en un niño pelirrojo un poco más alto que la propia Cenicienta y lo vistió con elegantes ropas. Además, transformó a Yak en un precioso caballo negro.

    —Pero recuerda —le advirtió el hado— Hay un límite para esta magia: Tendrás que estar de vuelta en casa antes de la puesta de sol porque justo entonces todo volverá a ser como antes… no lo olvides —fueron sus últimas palabras mientras se desvanecía en la misma nube en la que apareció.

     En los jardines de palacio había niños de todas las partes del reino y por supuesto también estaban Romualdo y Rigoberto, bajo la atenta mirada de Dorinda.

     Todos querían jugar con el príncipe, pero Iván se aburría soberanamente.

     Cenicienta observaba la situación desde su caballo y de nuevo sintió una gran pena, pues veía todavía una enorme tristeza en los ojos del príncipe. Así que tomó una rápida decisión.

     —¡¡Vamos Yak!! —gritó, al tiempo que espoleaba a su caballo.

     Se dirigió al galope hacia donde estaba Iván y cuando llegaron a su altura se inclinó sobre su silla, lo agarró por un brazo y lo alzó hasta su grupa.

     Para cuando todos se quisieron dar cuenta, Cenicienta, Yak y el príncipe desaparecían tras los setos del jardín y se adentraban en el bosque ante la atónita mirada de niños, padres, el rey… y Dorinda.

      Yak casi volaba entre los árboles de ese bosque que él conocía tan bien. Cenicienta se agarraba con todas sus fuerzas a su crin y lo mismo hacía Iván a la cintura de aquel desconocido. El príncipe no sabía bien qué pasaba, pero estaba feliz de haber escapado de aquella horrible fiesta.

      Poco a poco Yak aminoró la marcha y se detuvo. Cenicienta saltó del caballo y desde abajo tendió sus brazos a Iván para ayudarle a bajar. Los dos niños quedaron frente a frente en silencio. Cenicienta temía una reacción airada por parte del príncipe, pero este, en cambio, empezó a partirse de risa.

     —Te fijaste en la cara que pusieron todos? —Reía Iván.

     —Siii —Cenicienta reía también.

     —¿Quién eres, como te llamas? —preguntó Iván a bocajarro.

     Cenicienta tragó saliva y miró a Yak con ojos suplicantes

     —Eeh… pues… —vaciló— ¡Ceniciento!.. eso es, Ceniciento me llamo —dijo al fin.

     —Encantado —dijo Iván tendiendo la mano a su nuevo amigo.

     —¡Ven, vamos a jugar! Se apresuró a decir Cenicienta.

     Los dos niños subieron a los árboles tras las ardillas, corrieron tras los conejos y saltaron de piedra en piedra entre charcos y riachuelos. Iván nunca se había divertido tanto. Después de más de dos horas de correr y saltar los dos niños se sentaron extenuados al pie de un gran árbol. Los dos reían.

     —¿Una carrera? —retó Iván

     —¡Hasta el claro del bosque! —Contestó Cenicienta

     Sin esperar respuesta Iván salió disparado y Cenicienta detrás.

     —¡¡He ganadoooo, he ganado!! —reía Iván.

     —¡Sí, pero te has dejado atrás un zapato! —Cenicienta casi no podía hablar de la risa.

     —Ja, ja, ja

     —Ja, ja, ja

     —Espérame aquí que te lo voy a buscar —dijo Cenicienta. Y salió a buscar el zapato de su amigo.

     Cuando Cenicienta volvió escuchó voces y gritos que provenían del claro del bosque donde esperaba Iván. Los soldados del Rey lo habían encontrado.

     «¿Que puedo hacer? Pronto se pondrá el sol y el encantamiento desaparecerá».

     Cenicienta no podía descubrirse, debía regresar.

    Así que volvió a su casa del bosque, escondió el zapato de Iván y esperó el regreso de su madrastra y sus hermanastros.

     A la mañana siguiente los mensajeros de Palacio volvieron a recorrer pueblos y aldeas.

     —¡¡Se hace saber: que aquel niño que encuentre el zapato perdido por el príncipe será grandemente recompensado!! —gritaban por toda la comarca.

     Los soldados del rey buscaban casa por casa el zapato perdido, pero cuando Cenicienta fue a sacarlo de su escondite Dorinda la descubrió.

     —¡Desgraciada! ¿Qué haces tú con ese zapato? —le gritó, al tiempo que la fulminaba con sus ojos de gata furiosa— ¡Damelo! —y se lo arrancó de las manos.

     —¡¡Nooo por favor!! —suplicó Cenicienta.

     —¡¡Abran en nombre del Rey!! —se escuchó tras la puerta de la casa.

     Dorinda, recompuso su gesto y miró rápidamente a su alrededor. Cogió bruscamente de la mano a su hijo Romualdo y con el zapato en la otra mano se dirigió a abrir la puerta.

     —¡Buenas tardes, señores! —dijo Dorinda al tiempo que mostraba su mejor sonrisa y se inclinaba ante el capitán de la guardia.

     —Buenas tardes, señora, venimos a buscar…

     —¡¡Esto!! —le interrumpió Dorinda y mostró triunfante el zapato del príncipe— y este es el niño que buscan —añadió empujando a Romualdo hacia delante.

Iván, que iba en la comitiva disfrazado de soldado, saltó del caballo al ver su zapato. Pero cuando llegó a la altura de Romualdo no reconoció en él a su amigo Ceniciento.

      —¡¡Tú no eres Ceniciento!! ¿A quién le has robado este zapato? —le gritó el príncipe al aterrorizado Romualdo, que no acababa de entender lo que pasaba.

       —¡Fíjate bien niño!... ¿seguro que este no es tu amigo? —los ojos de Dorinda echaban chispas sobre el príncipe.

      —¡¡Nooo!! —le respondió Iván mirándola a la cara con sus grandes, y ahora no tan tristes, ojos azules.

      —¡Soy yo! —resonó la voz de Cenicienta desde el fondo de la casa.

      —¡¡Aaaahhhhh!! —gritó su madrastra cerrando los ojos y los puños con rabia— ¡Voy a acabar contigo!

     Pero Iván ya corría hacia el interior de la casa. Había reconocido la voz de su amigo. Sin embargo, cuando ambos salieron a la luz del día…

      —¡¡Una niña, eres una niña!! —repetía Iván.

      —¡Sí! ¿Algún problema? —respondió Cenicienta con cara muy seria.

     Se hizo un gran silencio. Nadie se atrevía a hablar. El príncipe y Cenicienta se miraban sin parpadear.

Entonces Iván esbozó una gran sonrisa.

      —¡Por supuesto que no! —respondió— ¿Vamos a jugar?

      —¡Vamos! —dijo Cenicienta.


                                                                   Diego Pérez (de Algeciras)

Los tres cerditos

     A Margot el pecho le taconeaba. Habían pasado cuatro años desde el último encuentro con Carmen. Aquella octogenaria, guapa y elegante, era para la abogada como su segunda madre.

     —¡Tita! —Margot, en píe, abrazó a Carmen —¡Estás radiante!

     —¡Cariño! —La anciana atusó su melena —¡Mi dinero me cuesta! —Las carcajadas sonaron espontaneas.

     —¡Cuánto tiempo! —Los ojos de Margot se anegaron.

     La llamada, dos días antes, alegró y perturbó a la vez a la letrada. El tono de voz de Carmen le dijo que algo no iba bien.

     El mediodía en la terraza del bar en Jabugo, el pueblo donde Margot veraneó con sus padres hasta bien entrada la veintena, era de color celeste. Las ansías por el recuentro eternizó el trayecto en coche desde Madrid.

     —Necesito tu ayuda —Carmen agachó la mirada—. El banco quiere desahuciar a mis hijos.

     Sus tres vástagos, vivían en un edificio moderno de tres plantas en el centro del pueblo. Su padre, fallecido hacía una década, les legó la propiedad, fruto de su trabajo en un secadero de jamones. Paco, el que fuera mejor amigo del padre de Margot, logró levantar el negocio familiar hasta convertirlo en una referencia a nivel nacional.

     —La muerte de mi marido nos sorprendió a todos —Margot asintió con la cabeza al oír las palabras de Carmen —. Debimos arreglar antes la herencia. Y no lo hicimos. —Un silencio largo sombreó la escena.

     —Y ahora nos reclaman casi medio millón de euros. —Carmen cerró la frase uniendo sus manos.

     Margot conocía bien a los tres hijos. Había compartido con ellos veranos inolvidables llenos de juegos infantiles en la plazoleta y baños en los riachuelos del pueblo.

     Pablo, el menor, era el más inteligente. Clavadito a su padre. Siempre tuvo claro lo que quería ser en la vida. Su carácter duro y frio como el cemento le ayudó a conseguir llegar a ser, con apenas treinta años, Inspector jefe de la comisaría de Huelva. Margot lo recordaba con una seguridad atípica para su corta edad.

      David era diferente. Siempre estuvo enamorado de Margot, sentimiento que ambos disfrazaron de estrecha amistad. El mediano de los hermanos poseía una dulzura extrema. Su sensibilidad, suave como un madero recién tallado, le empujó a estudiar bellas artes, muy a pesar de sus padres.

     Martín era el ojito derecho de su madre. El primogénito pasó su infancia entre crisis de difteria que lo mantenían largas temporadas postrado en la cama de su habitación. Esto, y la super protección de sus padres, debilitó un tanto su carácter y le forjó una personalidad frágil como una bala de paja. Fue el único que siguió con el negocio familiar.

     —Señorita, el señor López la espera en su despacho. —La secretaria de Desokupa Lobo López S.L. le indicó con la mano la puerta.

    Margot conocía bien al tipo que estaba sentado frente a ella con la cabeza totalmente rasurada y los brazos tatuados. Antonio Lobo López, había sido durante su infancia enemigo íntimo de ella y de los suyos. Su regreso en verano del correccional de Campillo sacudía la paz de todo el pueblo. Su carrera delictiva prosperó al amparo de su tío, concejal en la capital. Luís Lobo compró, y no en pocas ocasiones, voluntades para que su sobrino preferido no ingresara en la cárcel.

     —Es la ley cariño. —El tono no gustó nada a la letrada.

     —Lo que tu gente hace no está dentro de la ley —Margot apoyó sus manos sobre los brazos del sillón —.Y por favor le agradecería que me tratara de usted.

     —Margot —Lobo suavizó el tono —¿Somos amigos no?

     —¡Tú no tienes amigos! —Margot cerró la puerta de un portazo.

     Una sensación de alivio se apoderó de Margot cuando abandonó la entidad bancaria. Las palabras del director eran halagüeñas. Un defecto de forma unido a una documentación notarial que demostraba el carácter hereditario de la propiedad dejaba en mal lugar la petición de desahucio. Era cuestión de tiempo que todo se solucionara favorablemente, pero la abogada sabía que Lobo López no iba a escribir el final feliz de este cuento.

     —¿No sé cómo te voy a pagar todo lo que has hecho por nosotros? —Carmen beso varias veces en la mejilla a Margot.

     —La próxima vez que nos veamos me invitas a comer uno de tus pucheros. —Las dos se fundieron en un abrazo.

     La octogenaria permaneció inmóvil en medio de la plazuela un rato a pesar de que el coche de Margot ya había desaparecido al final de la calle rumbo a Madrid.

     Las voces de Martín alteraron el sueño de su hermano. Eran las ocho de la mañana.

     —¿Qué ocurre? — David saltó de la cama y abrió la puerta.

     —Han entrado en mi casa y me han obligado a firmar una documentación. —Martín, con la voz entrecortada, aún estaba en pijama. —Y no tengo donde ir.

     Las pisadas de las botas militares retumbaron en las escaleras. Tres gorilas perfectamente ataviados de gorilas irrumpieron en el rellano de la segunda planta. David, algo más decidido que su hermano mayor, intentó dialogar, pero después de sopesar los pros y los contras decidió dejar pasar al comando que de inmediato tomó la casa. Martín, que tenía la llave del ático del pequeño de los hermanos, cogió del brazo a David y emprendieron la huida hacía el piso superior. A la hora apareció Pablo, el menor de los hermanos regresó de Huelva inmediatamente. La llamada de auxilio de sus hermanos hizo que el estado de animo que traía puesto no invitara a muchos formalismos.

     —¿Qué hacen aquí esos matones? —Miró a Lobo López con una mirada que el desokupa descifró al momento. —Recoge a la compañía e id a bailar a otro parte.

    La compañía hizo el ademán empezar la fiesta, pero un gesto de su jefe hizo parar lo iniciativa.

    Entonces Pablo se acercó hasta casi juntar su cara con Lobo. —Sabes que este asunto está solucionado ¿no? —le susurró.

     —La justicia dirá. —El matón acompañó sus palabras con una palmada que retumbó en todo el edificio.

     —Mejor que no. —Una sonrisa socarrona de dibujó en la cara del menor de los hermanos. —Ya no manda los amigos de tito Luís y hay varios jueces que te tienen un especial cariño.

     Las carcajadas de los hermanos acompañaron la retirada de Lobo y sus secuaces.


Noelia Ramos (de La Línea)

Daniela no quiere ser princesa

     Sonó la sirena del recreo, todos los niños corrían hacia el patio. Todos menos Daniela.

   La escuela le gustaba porque aprendía cosas nuevas, pero le costaba hacer amigos. Daniela era autentica. Le gustaba marcar tendencia, decoraba su ropa con chapas, llevaba cordones de colores, se ataba un pañuelo por encima del codo. Le apasionaba trepar y escalar. En su tiempo libre leía libros, sus favoritos: “Las aventuras de Kiko”. En el recreo prefería andar descalza por el césped, observar insectos, imaginar historias al mirar las nubes. Tan sólo a su amigo fiel, Nando, parecía no importarle esos detalles, quizás él tampoco era como los demás.

    —Tengo algo que enseñarte…Nando se acercó a su oreja, posó su mano para contarle un secreto. He encontrado un gatito en el cuarto de contadores. ¡Vamos!

     Al animal parecía agradarle su presencia, sobre todo cuando le dieron la mitad de sus bocadillos. Tampoco se inmutó cuando Daniela se lo guardó en la talega antes de volver a clase.

     La maestra estaba a punto de iniciar la lección, Daniela colocó al gato encima del pupitre. Algunos compañeros quisieron tocarlo, otros gritaron, el animal se asustó, comenzó a dar saltos por toda el aula, hasta que de un brinco logró escapar por la ventana. Fue tal el revuelo que se montó que Daniela acabó en el despacho de Dirección, como ella pretendía. Era una excusa perfecta para merecer un castigo y quedarse sin fiesta de cumpleaños. Cumplía siete años el próximo sábado.

     Extrañamente su madre no le dio la reprimenda que esperaba, no habló en todo el trayecto de vuelta. Pero cuando entraron en casa, percibió la decepción en el tono de su voz.

     —Si no estuviera ya todo preparado, cancelaria la fiesta de cumpleaños.

     —Mama! No quiero celebrarlo! Tiró la mochila del colegio al suelo y le dio una patada.

     —Daniela….No pudo terminar la frase.

     —¡Dani! ¡Te he dicho que me digas Dani!

     —Dani, pero te lo vas a pasar muy bien y además te van a traer regalos. —Su voz contenía toda la paciencia del mundo.

     —¡No me gustan los regalos! Se golpeó las caderas con los puños justo cuando su padre cruzaba la puerta.

      —¿Qué le pasa a mi princesa? dijo de forma cariñosa

     —¡No quiero ser una princesa! gritó muy enfadada y corrió hacia su habitación.

     Daniela estaba enfurecida, tenía ganas de romperlo todo, miró a su alrededor y vio todos los juguetes que nunca usaba. Pisoteó con fuerzas las Barbies, destrozó la casa de muñas, sacó del estuche unas tijeras y partió en pedazos toda su ropa de color rosa, «¡tengo una idea! ¿Si me corto el pelo? ¡A lo mejor me regalan otras cosas!».

     Cuando los padres entraron en la habitación, el daño ya estaba hecho, tenía la mitad de la cabeza a trasquilones. Pero sus padres no le regañaron:

     —Te queda bien el pelo corto. —Su madre se agachó para ayudarle a recoger el desastre.

     —Dani, ¿es por eso que no quieres celebrar tu cumpleaños? ¿No te gustan los regalos? —preguntó el padre.

     Dani se encogió de hombros, no sabía bien que responder.

    Su madre hizo de peluquera, le dejó un lado del pelo corto rapado y el otro largo por debajo de la oreja.

     Para su sorpresa, su nuevo corte de pelo fue toda una sensación en el colegio:

    —¡Que chulo tu pelo! —dijeron casi a la vez Leo y Hugo, cuando la vieron entrar en clase.

     —¡Me gusta tu estilo! —alabó con un guiño Carlos el profesor de música, al pasar por su lado

    —¿Dónde te has hecho ese pelado? Es muy original. —Amara se sentó al lado de Dani.

     Era la primera vez que le hablaba, tan sólo en alguna ocasión se dirigía a ella para burlarse. Pronto llego el sábado. Toda su familia apareció para la fiesta y su amigo Nando. La tarde pasó muy amena, ya que sus padres habían preparado una yincana en el patio.

     Dani quedó fascinada al abrir todos los regalos, entre ellos había recibido un juego de experimentos, un maletín de exploradora con una lupa y brújula. El más preciado de todos en un sobre, con la inscripción como nuevo miembro del club de scouts, y una tarjeta: “Siempre puedes contar con nosotros. Te queremos Dani. Mamá y Papá.”


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