RELATOS DE NAVIDAD. Ganadores y menciones del 1er. certamen de Navidad de Palabreando Taller de escritura
1er. Premio de relato de Navidad. Juan Barreno González (Algeciras)
"Así el frío exterior del mundo condensa las penas en el interior del hombre, así caen gota a gota las lágrimas sobre el corazón". (Mariano J. de Larra–Nochebuena de 1836)
NOCHEBUENA DE 1.993
Mirza Vudjovic no quería que llegara la Navidad. En otro tiempo tan deseada, ahora procuraba ignorarla. No quería ver los signos externos que en la ciudad anunciaban esta fecha tan señalada. Con la mirada perdida y su lento caminar, podía tropezar con la gente que colmaba sus brazos de regalos, con árboles falsamente decorados presumiendo su belleza perdida de otro tiempo, o deslumbrarse con multitud de luces intermitentes de colores, dispuestas ordenadamente para formar elocuentes y tiernos dibujos en dulce armonía navideña. No podía, no quería, fijar la mirada en ningún detalle. Probablemente en su Sarajevo natal, las luces, las sirenas, y los regalos enviados desde el cielo a la población, constituían otro paisaje igual de intenso, pero muy diferente, insólito, absurdo e incomprensible a la vez.
Educado por su madre dentro
de la religión musulmana, que todavía profesaba, se casó con una serbia
católica, y no le importó aceptar con cierta resignación, que sus tres hijos escogieran
la religión de su madre. Era una convivencia tan feliz, que a pesar de la
paradoja que suponía para él, anhelaba cada año la celebración de la navidad.
Ahora, en este cercano final
de año de 1993, paseaba por la calle, no tenía fuerzas ni para agradecer la
buena acogida que la gente de la ciudad donde se encontraba le había dispensado
y que en el fondo de su sentimiento intuía. Cuando le dijeron que iría a
España, a Granada, gruñó interiormente por la ironía del destino de llevarle a
esta ciudad tan llena de historia musulmana, con aquel vacío interior y en
aquella penosa situación personal. Él era uno más, un refugiado más de los
muchos que tuvieron que salir, -mudados de lugar, como objetos frágiles por
temor a quebrarse en una habitación infantil, como si ya no estuviera roto- de
donde un día pudo decir que era su país, Yugoslavia. Se detuvo frente a un
pomposo escaparate pletórico de felicidades ajenas, pero lo único que acertaba
a identificar en el reflejo del cristal, era su propia figura con las señales
delatoras de su honda tragedia marcada en el rostro: las cicatrices que
cerraron sus heridas, y que consiguieron, muy a su pesar, que fuera el único
superviviente del bombardeo de su casa en una noche próxima a la navidad. Ya
había pasado un año, pero su abatimiento cuando supo que había perdido a toda
su familia fue tan intenso, que a pesar del inevitable transcurrir del tiempo,
no abandonaba su deseo extremo de no pertenecer nunca más a este vesánico
mundo.
Mirza Vudjovic más que vivir,
vegetaba. Vegetaba como una seta en un florido y fastuoso jardín. En los últimos
días había conseguido convencer a su cuerpo para dar un corto y sosegado paseo.
Marcado por la soledad eterna, se dirigía de vuelta al lugar de partida, el
centro de acogida donde se hospedaba. En la puerta, un grupo numeroso se
felicitaba, mientras unos niños cercanos cantaban villancicos. Unos pequeños
copos blanquecinos que empezaban a cubrir las calles parecían como si
transmitieran al ambiente la constante nubosidad de su cerebro. Sin levantar la
cabeza, cruzó la entrada y fue directamente al comedor, donde estaba todo
preparado para la cena. Ocupó el lugar que tenía reservado para ello y se
dispuso a esperar a que le sirvieran.
En la primera cucharada que
se llevó a la boca, Mirza Vudjovic alzó sin querer la vista a la realidad, y en
un gran calendario colgado justo en la columna que se encontraba frente a él,
pudo observar que marcaba el 24 de diciembre. Se le aceleró el corazón hasta el
punto de sentirlo cerca de la boca.
- ¡Ya es Navidad!
Se dijo para sus adentros, al tiempo que sentía un doloroso nudo en la garganta
que le impedía pasar la sopa con fluidez. Mientras tanto, de fondo, seguían
escuchándose los cantos de fiesta.
2º Premio de relato de Navidad. Pilar Fdez. de Torres (San Roque)
Por aquel entonces contaba con tan solo ocho años. Era una noche fría y clara de invierno. Me asomé por la ventana y vi una estrella fugaz. Pedí un deseo y lo guardé en lo más profundo de mi corazón.
La noche siguiente vi otra estrella fugaz y volví a pedir el mismo deseo. Así estuve durante una semana. Hasta que llegó el día de reyes.
Siempre he intentado mantenerme despierta esa noche mágica. Pretendía con ello, ver a mi Rey favorito, Baltasar, aunque nunca lo conseguía. Para cuando los regalos estaban depositados a los pies del árbol de navidad, yo estaba profundamente dormida.
Excepto cuando llegó la gran noche.
Ese día me acosté temprano. Me arropé hasta la nariz y dejé al descubierto mis ojos expectantes. Estaba super emocionada. Siempre había creído que los Reyes entraban por la ventana de la habitación, por eso no desviaba la mirada de ella. Pero como siempre me pasaba, los párpados comenzaron a caer lentamente. Los encogía y abría varias veces para disminuir el letargo, me daba pequeños golpes en las mejillas, hacía muecas con la boca, pero los ojos me pesaban y podía más el sueño. Hasta que a través de los cristales empañados vi un destello enorme que iluminó toda mi habitación. Salté de la cama y abrí rápidamente la ventana, todo el cielo estaba lleno de estrellas luminosas y brillantes que serpenteaban velozmente y estallaban. Toda una luz resplandeciente surcaba el cielo y lo volvía blanquecino como diamantes. Una hilera de estrellas empezó a hacer espirales en el centro y poco a poco fue formándose una silueta humana. De pronto apareció una bella mujer tan blanca como la propia estrella, casi transparente, ataviada de un traje plateado. Ella me miraba con ojos melosos y me habló:
—Hola Jara. Me llamo Melissa, pero
seguro que no sabes quién soy —Su voz aterciopelada era melodía para mis oídos.
Yo no podía articular palabra y negué con la cabeza. —¿Y si te digo que soy la
esposa de Baltasar? —No podía creer lo que oía, lo que veía, lo que estaba
viviendo. Aunque segura de que no era un sueño, mi mente intentaba sabotear la
experiencia diciendo que no podía ser.
—¿La esposa de Baltasar? No sabía
que tuviera esposa —dije de forma tímida. —Pero estoy feliz de conocerte, de
saber que él no está solo.
—Yo te conozco a ti de siempre y sé
de tu deseo —continuó —Por eso he querido traerte este regalo en persona. Ya
sabes que Baltasar esta noche la tiene ocupada.
—Siempre he intentado mantenerme despierta para conocerlo y nunca lo he conseguido. Sin embargo, me alegro de saber de ti —dije. Me contó que ella siempre va con Baltasar para repartir los regalos a toda la humanidad. Su cometido es tan importante como el de su esposo, solo que ella, al ser casi transparente apenas sí se le aprecia. Me dijo que Baltasar no es rey, es mago al igual que ella. Juntos elaboran pócimas y menjunjes con productos de la vida. Trabajan con lo que la naturaleza les da. Evocan a los espíritus del aire, del agua, de la tierra y del fuego, siempre con fines benévolos para intentar salvar a la humanidad de todo mal. Un día, hace ya varios siglos, sus compañeros de viaje, Melchor y Gaspar, les suplicó que los siguieran en una larga y maravillosa aventura, la de ofrecerles regalos a un recién nacido muy especial, el Mesías. Iban a ser guiados por la estrella de oriente al desconocer el lugar de la natalidad, pero que se sentirían más seguros si Baltasar iba con ellos, por ser un gran faquir, así, les salvarían de los posibles peligros que pudieran encontrar por el camino con su magia. Baltasar aceptó, pero con la condición de que su esposa, Melissa, los acompañara también. Desde entonces cabalgan siempre juntos subidos al camello como si fueran uno, porque al tenerse tanto amor no pueden separarse ni un segundo. Sin embargo esta noche, hacían una excepción, no iban a estar juntos para cumplir mi deseo.
Ella, con una sonrisa dulce, se acercó más a la ventana y extendió los brazos. Entre sus manos portaba una cajita de madera con incrustaciones de bronce y me la entregó. Cuando la abrí, pude ver una especie de resina de la que emanaba un agradable aroma, sin poder determinar de qué se trataba.
—Es mirra —Me confirmó al ver mi cara de asombro. —Con ella aromatizarás la habitación de tu madre y se impregnará de fresco oxigeno sus pulmones, mezclarás la resina con agua de rosas y con su ungüento sanarás sus llagas y cicatrizarán, y por último, con su esencia masajearás las raíces de sus cabellos y los perfumarás, los verás brotar como el manantial más caudaloso. No te asombres si la ves levantarse y preparar el desayuno como siempre ha hecho, feliz y saludable. De esa forma se cumplirá tu deseo que con tanto fervor has pedido.
Mis ojos se humedecieron. Hoy a mis treinta y tres años aún se humedecen al recordarlo y la comisura de mis labios se eleva hasta que una sonrisa agradecida aparece en ellos. Cada vez que apoyo la cabeza sobre las piernas de mi madre, ella me acaricia el cabello y me dice:
—¿Te acuerdas de aquella
gran noche?
3er. Premio de relato de Navidad. Mª Carmen Guerrero Pérez (Algeciras)
Entre luces y sombras
Empezaba ya a notar el frío en aquella caja de cartón del
sótano, me puse contenta porque esto indicaba que había llegado diciembre, el mes de la Navidad, el
mes de la alegría, de las risas de los niños, de olores a galletas recién
hechas, de volver a casa, de brindis y de amor.
Llevaba muchos años con la familia González, había visto crecer
a Ana y Ricardo, los hijos de Luciano y Mariana, y hace cinco años llegó Lucía,
la primera nieta, después llegaría el pequeño y travieso Ricardito. Los nietos
habían vuelto a llenar la casa de inocencia, de ilusiones, de la magia de las
primeras veces cada vez que escuchaban una nueva historia de su abuelo o
probaban los deliciosos y variados bizcochos que con tanto amor cocinaba
Mariana. Luciano vivía ahora la Navidad con mayor alegría, él era el motor de
estas entrañables fiestas y esperaba estas fechas con una gran ilusión.
Por fin la puerta del sótano se abrió y escuché como subían por
una escalera a la parte alta de la estantería y recogían mi caja.
Había llegado el día de brillar en lo más alto del árbol. Estaba
realmente emocionada.
Abrieron mi caja y mi sorpresa fue que
no era Luciano el que, como todos los años, me sacaba con cuidado de la cajita,
sino Mariana, que paralizada con semblante triste dudaba entre meterme de nuevo
en la caja de cartón con olor a humedad o dejarme fuera. Pero ¿qué estaba
pasando? ¿Dónde estaba Luciano?
De repente, entró Ricardo en el salón, y se dirigió a su madre
con su sonrisa afable:
¾ Vamos mamá, es
hora de montar el árbol.
¾Me cuesta
mucho hijo, era tu padre el que se encargaba y sabes lo que le gustaba la
navidad. Él nos contagiaba a todos. Yo no
sé si podré, es muy duro para mi¾contestó Mariana con los ojos sollozos.
¾Claro que si
podremos mamá, era lo que papá hubiese querido. No podemos perder la tradición.
En ese momento, acababa de descubrir que ya no volvería a ver a
Luciano y fue el día más triste de mi vida. Yo era su estrella, la que llevaba
40 años adornando su árbol, la que compró en aquella tienda de antigüedades, la
que más brillaba, como siempre él decía.
Los niños entraron en el salón entre saltos y cánticos
de villancicos, y se pusieron rápidamente a ayudar a su padre y abuela a
adornar el gran árbol. Todos terminaron animados cantando al unísono como cada
año. Lucía y Ricardito habían logrado alegrar a Mariana.
Por fin llegó la hora de colocar el último adorno, la estrella
dorada. Esta vez fue diferente.
Ricardo montó a su hijo en hombros y le comentó que este año
sería él, Ricardito, el que colocaría la estrella que ayudaría a los Reyes
Magos de Oriente a encontrar la casa; relató la misma historia que años tras
años contaba su padre cada vez que me colocaba en su árbol.
Sentí una sensación agridulce, Luciano ya no estaba entre nosotros,
pero había dejado un gran legado en
su paso por la tierra. Su bondad, su amor y su devoción por la familia, lo había transmitido a sus
hijos, y ahora ellos junto con sus nietos seguían sus pasos.
Yo, su estrella, tenía que seguir con mi cometido, pero ahora,
brillaba también iluminando el cielo, para que Luciano pudiese ver desde arriba
su gran creación, su familia, fruto de todo su amor y dedicación.
Y fue, entonces, cuando me
acordé de una bonita frase que siempre nos recordaba Luciano: “No olvides que el amor que dejas en la
tierra, es lo único que perdura para
siempre”.
1ª Mención especial. Juana Mª Andrades Navarro (Algeciras)
UN PEQUEÑO MILAGRO
La abuela Encarna vivía en un barrio donde las
instalaciones eléctricas eran casi tan viejas como ella y al más mínimo soplo
de viento la luz se cortaba. Aquella noche hubo un gran temporal de levante y
buena parte de la barriada se quedó a oscuras. La mujer no se enteró porque se
había tomado una pastilla para dormir y se despertó bien entrada la mañana
cuando ya el suministro eléctrico estaba restablecido. Vivía sola en una casa
de dos plantas desde que sus hijos se habían emancipado.
El que más la visitaba era el pequeño, que un día
tuvo la feliz idea de llevarle una incubadora y una docena de huevos que le
regaló un granjero diciéndole que de ellos saldrían buenos polluelos. El joven
poseía un huerto y quería criar sus propias gallinas. No tenía mucha idea de lo
que debía hacer y consultó varias web que coincidían en que era mejor incubar
los huevos en una especie de cajón del que facilitaban incluso los planos.
Decidió seguir las instrucciones y fabricarlo él mismo y se dio cuenta de que no
podía faltarle la conexión a la red eléctrica en ningún momento. Sin ella, los
huevos no recibirían calor y los pollitos que contenían se morirían. Como sabía
que su madre estaba mucho tiempo sola, decidió llevárselos para que fueran su
entretenimiento y le advirtió que nacerían en fecha cercana al día de Navidad.
Faltaban pocos días para las fiestas y Encarna se
levantó decidida a poner el belén después de desayunar, pero se dio cuenta de
que algo había sucedido en la incubadora aquella noche.
—¡Por
Dios! —exclamó
acercándose a la máquina—¿Qué ocurre aquí? ¿Y mis pollitos como
estarán? —dijo
muy alarmada al darse cuenta de que se había ido la luz durante toda la noche.
Al asomarse a la caja y abrirla vio un espectáculo
desolador. Tras la catastrófica madrugada sin luz, la vida consiguió abrirse
camino y de los doce pollitos solo salieron cinco del cascarón, los demás no
habían resistido. Lo supo en cuanto tocó los huevos y los sintió fríos. La
mujer observó la incubadora sin saber qué hacer y se dio cuenta de que uno de
los polluelos aún estaba luchando por sobrevivir y se movía levemente con la
cabeza y medio cuerpo fuera de la cáscara.
—¡Ven aquí, pequeñín! —exclamó cogiendo al
pollo con lo que quedaba de cascarón entre sus manos.
Lo llevó a la mesa de la cocina y allí le quitó con
mucho cuidado los restos de cáscara y le secó sus plumitas húmedas con un paño
de algodón de los que usaba para la vajilla. Dejándolo sobre la mesa lo miró.
En el salón piaban sus hermanos que aún seguían en la incubadora, pero él se
tambaleaba y estaba en silencio con los ojillos medio cerrados aún.
—No
creo que sobrevivas chiquitillo mío. Eres feo, delgaducho y esmirriado, pero no
perdemos nada por intentarlo, ¿verdad? —le dijo alzándolo con
una mano y metiéndoselo en el bolsillo de su delantal—. Al menos aquí estarás calentito.
La buena señora llevaba al animalito de día en el
delantal y de vez en cuando echaba unas miguitas de pan mojadas en leche con la
esperanza de que se comiera alguna y de noche lo colocaba con una bolsita de
semillas calentitas sobre su propia almohada. Durante un par de días temió por
la vida del pequeño, sin embargo, no le dijo nada a su hijo para no
preocuparlo, sabía que se encontraba demasiado ocupado en aquellas fechas
cerrando balances y cuentas de sus clientes. En el último momento, el joven
llamó a su madre y le dijo que no podía ir con ella esa Nochebuena, que lo
sentía mucho, pero que debía acudir a una cena a la que lo habían invitado y
que en ella remataría un buen negocio. Encarna que estaba acostumbrada a vivir
sola, lo escuchó diciéndole que no se preocupara, que lo entendía. Lo que no le
dijo es que sus otros hijos ese año tampoco podían cenar con ella y sin darle
demasiadas vueltas al asunto se dispuso a pasar la fiesta sola.
La noche del veinticuatro, cenó algo frugal, para
ella era un día como los demás. Aunque
después de comer no se acostó como hacía habitualmente. Encendió las luces que
le había puesto ella misma al belén y decidió leer Cuento de Navidad, que era
uno de sus libros preferidos, al hacerlo recordó que cada año le leía un
fragmento a sus hijos. Sintió que los echaba de menos añorando navidades
pasadas en que toda la familia estaba unida, pero no quiso pensar en ello
demasiado porque empezaba a emocionarse y se recreó en el libro que tenía entre
las manos. Cuando se cansó de la lectura fue a prepararse una infusión y se
puso a pensar en lo que había leído, en el sentido de la Navidad, en lo que
guarda el corazón de cada persona, en que hay que creer en los milagros…
Se sentó de nuevo en su butaca y cuando estaba medio
dormida sintió un sonido que no había escuchado hasta ese momento: el piar de
un pollito que sacaba la cabeza por el bolsillo de su delantal, subía por su vientre
y su pecho hasta colocarse en uno de sus hombros. La mujer no daba crédito a lo
que estaba viendo.
—¡Pequeñillo,
por fin has vencido en tu lucha! ¡Estás precioso!
Aquella noche puso una cajita a los pies de su cama
y durmió rodeada de sus chiquitines que con su piar lograron que no se sintiera
sola. Y fue entonces cuando se dio cuenta de que los pequeños milagros siempre
nos acompañan en la vida. Tan solo debemos creer que a cualquiera de nosotros
pueden sucedernos cosas mágicas.
La vida en sí
es un milagro y cada vida por pequeña que sea merece ser respetada y querida.
2ª Mención especial. Francisco López Monroy (Algeciras)
¡ENHORABUENA!
En breve, el 1er. premiado recibirá en su correo electrónico, el premio del libro "Saca el escritor que llevas dentro" trucos para escribir mejor.
Los 2ª y 3ª premiados, así como las menciones, recibirán en el mismo formato el libro "Manual de emergencias para escritores".
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